jueves, 17 de diciembre de 2009


Guitarras maestras


La República
25 de octubre de 2009

Raúl García Zárate es conocido y admirado en el mundo por su maestría en la ejecución de clásicos del folclor ayacuchano como “Adiós Pueblo de Ayacucho”. Manuelcha Prado es acaso quien mejor ha recogido su legado como ejecutante de la guitarra andina. A propósito de un concierto que los reunirá por primera vez este 12 de noviembre, conversamos con ellos.

Por Raúl Mendoza

Si Manuelcha Prado tuviera que remontarse a sus primeros recuerdos sobre la guitarra, tendría que empezar por su infancia en Puquio y la música que oía en su casa por Radio La Voz de Lucanas y Radio Tahuantinsuyo del Cusco. “En esas emisoras sonaba la guitarra prístina, sentida, de Raúl García Zárate”, rememora. Así le nacieron las ganas de hacerse guitarrista. Y ahora, casi medio siglo después, está sentado al lado del maestro. El motivo de la reunión es el colofón perfecto para una larga historia de admiración por el talento descomunal de don Raúl: un concierto compartido.

Y es que Raúl García Zárate ha sido fuente de inspiración para numerosos trovadores, ya sean paisanos o artistas de cualquier parte. En sus manos la música andina se vio plasmada con sus sonidos adoloridos y bellos, sus melodías nostálgicas o festivas, y llegó sin complejos a los salones de concierto de todo el mundo. Manuelcha no escapó de su embrujo. Muy joven, lo siguió una vez en varias presentaciones por el norte peruano para ver la técnica de sus manos moviéndose con sabiduría sobre las cuerdas. Don Raúl bromea esta mañana: “Él quería ver en qué momento me equivocaba”, dice.

Manos creadoras


Sentado en un sillón de su sala, bajo una pintura que lo muestra –cómo no– con una guitarra en las manos, Raúl García Zárate desgrana los recuerdos. “Me gustaba la música porque mi padre tocaba guitarra, y también mis tíos. Y como yo regresaba del colegio antes que mis hermanos, empecé a tocar la guitarra a escondidas. Cuando todos empezaban a llegar, la guardaba”. Entonces tenía ocho años, era un aprendiz clandestino, pero en sus manos y en su corazón ya palpitaba el genio. Cuatro años después era concertista solista en la Escuela Salesiana San Juan Bosco.

Su primer concierto fue anecdótico. “Cuando salí la gente empezó a reírse y yo no me explicaba. Terminé de tocar confundido. Al preguntarle al maestro de ceremonias por qué la gente se reía, me dijo: ‘es que parecía que la guitarra caminaba sola’. Era más grande que yo”. Después ya nada lo detuvo. Con el tiempo acompañó a otros artistas, tocó con sus hermanos y continuó sus conciertos solistas. Ha estado en decenas de países, ha tocado en los festivales más prestigiosos, ha grabado discos y documentales, ha puesto la música peruana en los oídos del mundo.

También se ha ganado la admiración de los que saben. “La melodía principal y la parte rítmica transitan independientes, en dimensiones diferentes, pero se armonizan en una forma extraordinaria. El arreglo y la ejecución adquieren así una profundidad casi infinita”, dice sobre García Zárate el crítico japonés Jiro Hamada, autor del libro “El Folklore”. No se equivoca. Su técnica hace parecer que son dos los ejecutantes. “Es un virtuoso que ha perfeccionado su dominio instrumental para mejor interpretar la música que él aprendió desde la infancia”, dijo también sobre él José María Arguedas.

La consideración alcanzada por don Raúl no le ha quitado la sencillez. Nunca ha negado un consejo a los guitarristas que se acercan a él. Hace muchos años conoció a Manuelcha Prado y supo que había en él un talento telúrico, magnético, que bebía de las fuentes de su pueblo y traducía ese sentir en las cuerdas de una guitarra. Le vio tanto potencial que cuando él se retiró como profesor de la Escuela Nacional del Folklore, llamó a Manuelcha para proponerle que ocupara su lugar.

Hombre comprometido


Entre los entendidos Manuelcha Prado no solo es un excepcional ejecutor de la guitarra andina sino un artista comprometido con la música del Perú más profundo, un conservador de melodías que suenan en los días de fiesta en los pueblos más recónditos y que él registra antes de que se las lleve el viento del olvido. Esa búsqueda lo ha llevado a trasladar canciones originalmente tocadas con arpa y con violín a la guitarra. También ha expresado en sus cuerdas la Fiesta del Agua, el wasichacuy o techado de casa, el wawapampay o entierro del niño. Hace, como muchos guitarristas andinos, etnografía musical.

Es también un autodidacta que aprendió a tocar de oído, escuchando a sus mayores hasta convertirse en un maestro. Además de las melodías de Raúl García Zárate, los primeros pasos que Manuelcha dio en la música fueron influenciados por Arturo Prado, en rigor su primer maestro presencial. “No me enseñó las notas, sino que él tocaba y me decía: “esto es un yaraví, esto un huayno, esto una muliza. No tuve formación académica, pero hurgar en la guitarra me permitió desarrollar una técnica propia”, cuenta. Su técnica tiene “recursos inacabables” según la opinión autorizada de Javier Echecopar, otro enorme guitarrista.

A diferencia de don Raúl, el gran Manuelcha ejecuta la guitarra, compone y canta. Sus letras hablan de injusticias, pero también de solidaridad. Lo mismo puede interpretar temas agridulces como “Trilce” o canciones empapadas de nostalgia como “Expreso Puquio” o clásicos que alimentaron su infancia y juventud como “Coca Quintucha”. En mayo pasado presentó el último de sus discos, “Madre Andina”, y también celebró un aniversario más. Su trayectoria llega a las cuatro décadas de artista y en ese tiempo ha recorrido el mundo y ha alcanzado el lugar de ícono de la guitarra ayacuchana. Ahora ha llegado el momento de compartir escenario con el maestro Raúl García Zárate y dice que “es un sueño cumplido”. Sobre los dos, Javier Echecopar ha dicho que forman la “gran base de la guitarra andina”. Será el primer concierto de don Raúl este año. Manuelcha en cambio viene de participar con éxito en el “Guitarras de América 2009” en Chile. Será una noche de encuentro con la música peruana nacida bajo la tutela de los Andes. Una buena ocasión para convocar los terremotos emocionales que desata la música, cuando la ejecutan dos maestros.

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