sábado, 20 de febrero de 2010


Revelación Inca

25 de julio de 1996
Caretas 1424

Guillermo Descalzi: del "crack" a los Caminos del Inca, siempre en busca de sus raíces.

El sendero Inca se interna en el alucinante bosque de queñual a 4,000 metros de altura, tan lejos de Lima, tan cerca al cielo. Derecha, Descalzi, descansando.

PARA mí como peruano blanco siempre fue un sueño poder hacer en mi país lo que millones de peruanos indígenas y miles de extranjeros hacen a diario en nuestro país: disfrutar de lo más profundo de los Andes.

Y me había tomado 23 años lograrlo: recorrer el Camino del Inca. La meta me la propuse en 1973 cuando en mi primera rebelión social decidí abandonar el discreto encanto de la burguesía y me fui a vivir a lo que fue la casa del cura, en la torre norte de la iglesia del Puente de los Suspiros. La iglesia había sido abandonada luego de la guerra con Chile, yo fui su segundo ocupante, luego de Pancho Mariotti. Había jalado electricidad del poste de alumbrado en la polvorienta calle Abregú, y agua de uno de los vecinos, numerosos gringos pasaron por allí y de sus relatos del Camino del Inca nació en mí el deseo de aprender a amar mi peruanidad en él.

CAMINOS DISTINTOS

Si el extranjero amaba ese camino, cómo no lo iba a amar yo. No me daba cuenta en ese entonces de que el amar es una actitud hacia lo que se ama, y que la actitud del peruano blanco no ha sido tradicionalmente muy propicia a amar nuestra peruanidad indígena, mucho menos a amar al indígena en sí.

Mi casita en el jirón Abregú -aquella torre norte de la iglesia del Puente de los Suspiros- se cayó con el terremoto de 1974, antes de que pudiese hacer realidad mi deseo de recorrer las cumbres. Con la destrucción que se produjo de todos mis enseres domésticos se dio un giro en mi orientación. En vez de descubrirme por adentro me iba a descubrir por afuera. En vez de buscar mi raíz profunda en las cumbres del Ande iba a buscar una nueva raíz afuera, aprendiendo cinematografía. Fue así que emprendí otro camino, uno que me llevaría a la meca del cine, a California, a aprender el arte de la cámara. Fue quizás la manifestación de nuestra esquizofrenia social la que me llevó en ese entonces a buscar para mí no una raíz interna sino una raíz externa. Eso fue en 1975.

RAICES

Mucha agua ha pasado por debajo del puente desde ese entonces. Logré en todo caso encontrar esa raíz externa, la que prendió y dio fruto pero descuidé mi raíz interna. Finalmente, muchos años después, en 1994, me puse a buscarla nuevamente de manera activa y ello me trajo directamente al 6 de julio de este año, en el Cusco, a emprender finalmente el Camino del Inca, sueño largamente aplazado.

                                         Descalzi: debió esperar 23 años para hacerlo.

Llegué con un equipo del programa "Ocurrió así" de la cadena Telemundo, si iba a descubrir parte de mi ser y de mi peruanidad en el Camino del Inca, lo iba a descubrir con cámara y todo. La propuesta se la hice a Enrique Gratas, el director del programa, quien la aceptó de inmediato. Y es así que un domingo a las ocho de la mañana nos encontramos al inicio del camino. El camarógrafo Ademir Dos Santos, brasileño, el productor Fernando Yovera Odicio, peruano, y yo.

PRIMEROS PASOS

El camino lo iniciamos a 2,400 metros de altura, en el kilómetro 88 de la vía férrea de Cusco a Machu Picchu. El tren de turismo paró allí especialmente para dejarnos bajar junto con nuestro guía, Pepe Noriega, de la Agencia Explorandes. Es un hombre que ha dominado nuestra dicotomía social. Ha recorrido el Camino del Inca por lo menos unas 150 veces según cuenta propia, domina perfectamente el inglés y el alemán, parece ser uno de esos dignos peruanos de raza blanca que han resuelto el enigma tanto de sus raíces externas como el de sus raíces internas. Era el guía ideal para nosotros.

Dios debe de tener un gran sentido del humor, el cuadro que pinta con nuestras vidas está lleno de increíbles pinceladas. Las entrelaza para hacer trenzas de vida humana, una de estas trenzas la debe de hacer tejido utilizando como material de vida a Fernando Yovera y a mí.

MANCO CAPAC

Yo nací en una pequeña casita en la calle Manco Cápac, número 413, en Magdalena Nueva, Lima. Cuando Yovera me escuchó mencionar el hecho se le pararon los pelos de punta y me dijo. ¡Yo también nací allí! Sus padres habían alquilado la casita luego de que mis padres se mudaran a la avenida Orrantia en 1950, y allí nació él. Casa de un solo dormitorio, Yovera y yo nacimos seguramente sobre el mismo metro cuadrado de tierra. Ese domingo emprendíamos juntos, luego de tantas décadas de nuestras vidas, nuevamente sobre el mismo metro cuadrado -ésta vez en el valle del Urubamba- un recorrido en busca de la raíz indígena que nos dio vida.

EL ABRA

De los 2,400 metros de altura subimos a pie en el primer día, a los 4,050 metros.

No pudimos, como mandingas que hemos sido, trepar con nuestros bultos a cuestas. No es que hubiésemos rechazado nuestro ser inga. Es que nunca habíamos tenido la oportunidad de abrazarlo y hacerlo nuestro; acompañando a estos cuatro blanquiñosos estaban trece portadores indígenas cargando de todo.

En el primer día nos sobrevino un inmenso respeto por el pulmón del Ande, no sólo no pudimos cargar nuestros bultos si no que ni siquiera fuimos capaces de cargarnos a nosotros mismos. Nos hacía falta aclimatación y en consecuencia alquilamos caballos.

Los caballos sólo pudieron llegar a la primera abra. Más allá el camino era demasiado escarpado. A cuatro mil metros de altura nos encontramos en un bosquecito tiene que ser uno de los bosques más altos del mundo, uno que le debe íntegramente su existencia a las nubes que llevan hasta esa altura directamente desde las planicies del Amazonas, una tremenda carga de humedad. Un bosque en el medio de las nubes.

En nuestro Perú hay cosas increíbles: bosques a cuatro kilómetros de altura… Luego, en el espacio de diez metros, el bosque muere y de pronto el camino vuelve a estar en la puna desolada. Es que estamos muy cerca a la cumbre de la montaña y los vientos se sienten fuertes. Estamos en el abra, entre dos altísimos valles. Ha llegado el momento de dejar los caballos: no son capaces de efectuar el descenso al otro lado.

Justo antes del abra nos alcanzarían otros dos peruanos en busca de su peruanidad: Rafael Germán, un peruano residente en Houston, Texas, y su hijo Daniel, nacido en Nueva York de madre neoyorquina.

                        Descalzi y Yovera: y de la casita en la calle Manco Cápac hasta Machu Picchu.

HOMBRES DE PIEDRA

Decir que el camino fue duro es ponerlo de manera demasiado suave, hubo momentos en que sólo avanzamos unos metros antes de tener que detenernos a recobrar el aliento. Nos hizo admirar a nuestros portadores que prácticamente corrían con nuestros tremendos bultos a cuestas. Hombres dignos en su propio elemento. Nos trataban con infinito respeto ante nuestra obvia incapacidad. Muy distinto a como nosotros los tratamos cuando son ellos los que están fuera de su elemento andino y en el medio de nuestra desolación costera. Lo lleva a uno a preguntarse qué virtud tiene este hombre para seguir tratándonos tan bien cuando tienen que saber a ciencia cierta cuán mal son tratados cuando están entre nosotros. Es que deben de saber algo que a nosotros nos es difícil de aprender: que el valor del ser no depende de nada externo, ni del trato que reciben de afuera ni de las posesiones que lo rodeen; que no depende de los adjetivos de la existencia sino del verbo en su esencia más pura, del ser... y no se menoscaban estos indígenas retornando el trato que suelen recibir. Conservan en su interior la dignidad pétrea de las cumbres, tan tristemente confundida por nosotros con ignorancia del ser.

Aprendimos una lección en dignidad nacional, más aún cuando en el camino los únicos otros "blanquitos" que veíamos eran todos extranjeros: belgas, estadounidenses, israelitas, etc. Y a todos ellos les decíamos con orgullo "somos peruanos", queriendo manifestarles así que éramos los dueños de este imponente camino, los hermanos de estos hombres de piedra, pretendiendo al menos por un momento que al igual que ellos podían nosotros también podíamos.

Y cuando finalmente llegamos a Machu Picchu varios días después fuimos capaces de decir sin lugar a dudas ¡somos ingas... no mandingas!

No hay comentarios:

Publicar un comentario