lunes, 12 de octubre de 2009


El Señor de Sipan

La Razón de España
Javier Brandoli y Ricardo Coarasa
Blog "Viajes al pasado"
05 Junio 2009


El Señor de Sipán: la tumba que se tragó el desierto peruano



Aclaración previa: “Viajes al pasado” tuvo hace unos días la oportunidad de conversar en Madrid con el arqueólogo peruano Walter Alva y las líneas que siguen son la radiografía de esa interesantísima charla (ilustrada con una fotografía de las excavaciones de Huaca Rajada cedida amablemente por Aníbal Solimano, de Promperú). Por una vez, y de forma excepcional, no proponemos un recorrido por lugares ya caminados, sino que apostamos por el viaje que nos gustaría hacer.

Hasta el más acérrimo pacifista se habrá preguntado alguna vez si, en una situación extrema, estaría dispuesto a empuñar un arma en defensa propia o para proteger a su familia. Pero, ¿quién echaría mano de un fusil para preservar la necrópolis de un gobernante antecesor de los incas atrapado por las garras del desierto peruano desde hace 1.700 años? Walter Alva (Cajamarca, 1951) tuvo que hacerlo noche tras noche para mantener a raya a los huaqueros, los osados saqueadores de tumbas que, forzados por la miseria, buscan en las piezas arqueológicas su pasaporte diario para la supervivencia. El esfuerzo mereció la pena: los incipientes restos escondían el último refugio del Señor de Sipán, el primer mausoleo de un soberano preincaico hallado intacto en una tierra, el Perú, preñada de vestigios de la historia. Los conquistadores españoles, si se lo preguntan, ni siquiera presagiaron la presencia de esta civilización enterrada.
El hallazgo marcó un hito en la arqueología del siglo XX, como en su día los descubrimientos de la tumba de Tutankamón o de los Guerreros de Xian. Veinte años después, un documental dirigido por el cineasta español José Manuel Novoa, presentado hace unos días en España, recupera la estela de dos vidas cruzadas: la del mandatario moche sepultado bajo una pirámide construida con 88 millones de ladrillos de adobe y la del arqueólogo que ha sido bautizado como “el Indiana Jones peruano”.

Una llamada de teléfono puede cambiar una vida. La que recibió Alva a finales de julio de 1987 lo hizo. Director entonces del museo arqueológico Bruning de Lambeyeque, en el norte del Perú, la Policía le alertó de que los saqueadores de tumbas, acuciados por la crisis económica, estaban haciendo de las suyas en la zona de Huaca Rajada. El arqueólogo intentó frenar el expolio, pero cuando llegó al lugar decenas de campesinos hurgaban en la tierra en busca de su particular Eldorado. La más importante necrópolis de los mochicas, una floreciente cultura que se enseñoreó de estas áridas tierras desde comienzos de nuestra era hasta el siglo VII, estaba siendo esquilmada. Como resulta obvio, Alva y sus acompañantes no fueron recibidos con cordialidad. “Nos veían como intrusos”, recuerda pasados los años.

Tres concubinas y 600 joyas
Instalado el campamento, el arqueólogo pronto se dio cuenta de que las dimensiones del sitio presagiaban “que debajo había algo importante”. Su intuición no le fallaría. La cuarteada tierra del desierto escondía, protegida por varios troncos de algarrobo, la tumba del legendario Señor de Sipán, enterrado junto a siete de sus súbditos (incluidas tres adolescentes concubinas), dos llamas, un perro y un ajuar digno de alimentar la codicia del más cauto de los huaqueros: 600 piezas de oro, plata y piedras preciosas.

No es de extrañar que Alva, a quien los marchantes del mercado negro llegaron a amenazar de muerte, tuviese que defender a tiros el hallazgo. “Hacíamos guardia por la noche -explica sin pestañear- escopeta en mano”. Esa perseverante valentía salvó el más importante vestigio de grandeza de la cultura de los moches, capaces de soldar metales y que ya doraban el cobre 1.700 años antes de que en Europa se consiguiese el mismo resultado mediante procesos de electrolisis. Consumados alfareros -su destreza con la cerámica les ha valido el nombre de “los griegos de América-, demostraron también una singular pericia con las obras hidráulicas: kilómetros y kilómetros de canales (algunos todavía se utilizan) les permitieron desviar el agua de los ríos andinos para regar grandes extensiones de desierto, el doble de las que actualmente se cultivan en la misma zona. “Gracias a los canales -asegura Alva- pudieron sembrar en el desierto, sobre todo máiz, en la que sin duda es una de las zonas más áridas del planeta”. Los incas, que recogieron el testigo 600 años después de que la cultura moche se desvaneciese, tomaron buena nota: sus obras hidraúlicas seguirían el patrón de sus antecesores mochicas.

“Saqueadores” arqueólogos
Cuando los campesinos dieron su brazo a torcer, llegó el momento de dejar a un lado las armas y empuñar la palabra. Veintidós años después, Alva está tan orgulloso de su descubrimiento como de haber cambiado la mentalidad de sus compatriotas que entonces se dedicaban al saqueo. Muchos de ellos, como Teófilo Villanueva, colaboran con el arqueólogo en unas excavaciones que todavía continúan.

Al inicial hallazgo arqueológico siguieron otros descubrimientos: las tumbas del Sacerdote y del llamado Viejo Señor de Sipán (que vivió un siglo antes que el original). Y, sobre todo, los restos de la que fue la principal ciudad moche con 15.000 habitantes, Pampa Grande, donde se levantó una pirámide de 122 millones de ladrillos de adobe, cada uno con la marca de la familia que los elaboraba. Buena parte de los restos recuperados por Alva se exhiben ahora en el moderno museo Tumbas Reales de Sipán, inaugurado en 2002 en el mismo Lambayeque, a escasos dos kilómetros del lugar donde el arqueólogo peruano descubrió la tumba del Señor de Sipán.
En ese singular quid pro quo entre Alva y los nativos de la zona, el arqueólogo se enorgullece de que el reclamo de los hallazgos haya permitido poner en marcha proyectos que beneficien a los campesinos. “Ha sido difícil, pero con ayuda italiana hemos logrado impulsar obras para hacer llegar el agua a algunos poblados”, cuenta. Ironías del destino. El descubrimiento del soberano de un pueblo capaz de regar el desierto en los albores de nuestra era propicia, 18 siglos después, que sus descendientes tengan acceso al agua potable.

Radiografía del soberano mochica
¿Cómo era el soberano enterrado en Huaca Rajada al que sus súbditos ni siquiera podían mirar a los ojos? Se cree que el Señor de Sipán falleció entre los 45 y 50 años, una edad bastante avanzada para la época, cuando la esperanza de vida apenas superaba la treintena. No hay rasgos de una muerte violenta, por lo que quizá sucumbió a una de las frecuentes epidemias que diezmaban a la población. Fue enterrado con la cabeza orientada al sur, orlada con una gran diadema de oro, y cubiertos sus ojos y nariz con adornos también dorados. Medía 1,67 centímetros, una altura considerable en comparación con la de sus congéneres. No era muy corpulento y su discreta masa muscular desvela que no estaba habituado al trabajo físico. Llevó, pues una vida muelle propia de su ilustre condición. Su dentadura, bien conservada, denota que acostumbraba a ingerir alimentos bien cocinados.

Sus acompañantes en el viaje al más allá, entre los que sobrecoge la presencia de un guardián al que se le amputaron las piernas para que no abandonase jamás el puesto, no fueron enterrados vivos. Y eso que los mochicas, aunque menos que los aztecas, practicaban los sacrificios humanos para aplacar la ira de su dios-felino, Ai Apaec, a quien ofrecían los cadáveres de las victimas degolladas, despeñadas por un barranco o matadas a golpes con mazas de madera recubiertas de cobre.

1 comentario: